Cuando se terminaron de recopilar las Obras Completas de Dámaso Alonso, con un tomo dedicado a su escasa prosa narrativa y a su no demasiado verso lírico, a los editores, movidos sin duda por el gusto de dar gusto al autor, se les olvidó incluir uno de sus primeros relatos. Su pecado: era un relato erótico. También era un juguete magnífico, una exquisita muestra de prosa de vanguardia. Es sabido que antes, al elaborarse el facsímil de la revista Verso y Prosa -suplemento de un periódico en realidad- Dámaso Alonso envió una carta a sus hacedores negándoles el permiso para que reprodujeran el relato que abrió uno de los números de la publicación. Obviamente los editores no le hicieron el menor caso, porque la ausencia de una sola página de las que integraron la publicación dejaba sin sentido la edición del facsímil. Ahora que algunos cuentistas dicen que ha llegado la hora del “postcuento” y andan con zarandajas, otra vez, acerca de cómo renovar un género que si de algo puede estar harto es de andar renovándose sin que se le haya, siquiera, podido encerrar en ninguna definición, no está de más recuperar esta pequeña joya de Dámaso Alonso, donde ya se ve que la renovación del cuento es cosa tan antigua que pasarla por novedad es lo verdaderamente anticuado. Dámaso Alonso escribió otros dos grandes cuentos, que se publicaron en la Revista de OccidenteCédula de eternidad y Torcedor de crepúsculo y violín. No sería mala idea que alguien los recopilase en un volumen junto a este radiante  Acuario en Virgo que aquí dejamos.

ACUARIO EN VIRGO

Estos ríos intertropicales se desbordan con la luna llena. ¡Atención! Cascadas y ondas. Océano tumultuoso, océano pacífico. Mares del oro. Rubio, rubio, rubio. Mar rubio, mar rojo, mar bermejo. Eritreia! Ahó! Aúp! Opla! ¿Qué ha sido? Nada. No ha pasado nada: nadar, nadar y nadar. Cataratas que batiremos a duelo hasta la orilla umbrosa de los sicomoros y los cocos al jugo. Déjame que me oree un poco. Déjame que descanse en la frente. Frente a la frente. Al lido de la frente: litoral.

El primero en la frente.

A la sombra de tu frente se han dormido los dos cuévanos. El agua marina, ¡qué verde, qué transparente, cómo centellea! Echaré el ferro al socaire de las arcadas. Ya se han despertado los dos y están invitándome al viaje. Porque por estos cuévanos acerados, buidos, enfoscados, latentes… No: por estos cuévanos mellizos, párvulos, opresos —¡queriditos míos!— azorados, piantes, huérfanos, por estos cuévanos, sí, se pasa al tobogán de la gratia plena y se llega suavemente —¡respingoncilla!— al salto de la trucha —¡cuidado!—; se bucea a tres delicias de profundidad sobre el nivel de la muerte por liquidación de existencias —la tuya y la mía— y al trasponer el tormentoso, ¡otro nuevo diluvio universal!, no, otro nuevo paraíso: que, sobre las aguas someras, avanza la góndola de las dos proas, de las dos comisuras, de las dos serpientes de mar, que modulan, ondulan, pululan, ululan, encantan —¡ah serpientes, serpientes!—, se adhieren, silban, jadean, se contraen, desfallecen, oprimen, sorben, fustigan, injurian, —¡que me ahogo!—, saltean, desvalijan, susurran, arrullan, —frondas, dianas cazadoras, canarios flauta, arrecifes de coral— sobre perlas, entre amagos, junto a leonoretas, nieves submarinas, caramelos de los Alpes, sombras, luces. Déjame descansar. Y entre este Escila y este Caribdis de todas mis culpas, patinan los navíos más livianos, enjalbegados, de alcorza, palabras sin velas, sin mástiles, sin remos, hasta los golfos ecuatoriales, hasta las dársenas interiores, hasta mis docks abarrotados de mercancías de Tupinamba y de Coquimbo. ¡Ea!

El segundo en la boca.

Dóblame el otro finis terrae, y empieza el viaje a la aurora boreal de las islas de la canela. Todos los aviadores al llegar a estas latitudes previenen el depósito de galleta, aperciben las escafandras. Tú, ni siquiera apagas las luces: ¡Bravo! Yo, ni siquiera lego un par de sonetos a mis amigos y demás parientes: ¡heroico! Verás: cuentan los exploradores que las focas de los parques se bañan en agua de rosas y que las tortugas de mar pueden servir —en un caso desesperado— de paracaídas. Simpleza pura: pero no tiene vuelta. Este es un viaje que no tiene vuelta de hoja. Cuando uno traspone el mentón de tu rivera se abarca de una vez la imposible perspectiva ártica de tus trópicos. Se adivinan las cóncavas marejadas de los bazares próximos a la pleamar, y es que tú —oh canguresa— abrigas solapadamente a tus dos niños, a mis dos yemas de Santa Clara —¿hay a bordo limones contra el escorbuto?—, a los dos zigurats de la entrada de tu pueblo —¡no te rías!: que te mato. Un monte blanco y un monte rosa, surcados de trenes de placer —no se admiten viajeros—, donde los glaciares, veteados por tu nobleza, afluyen milenariamente hasta mis manos ateridas, los dos con su pizzicato, con su n-y-touchez-pas de jamalajay.

El tercero en los pechos.

¡Dos pirámides, concebidas sin mácula —rigor—, sobre la pompa de un sahara leonado! Y, bajando entre ellas, fragantes o melomaníacas, las caravanas más, los tropeles más, las orquestas más (¡sedientas!, ¡vociferantes!, ¡sinfónicas!). Yo sé muy bien que estos son los mares de más peligro. Cielo azul, pero se arma una tolvanera y «pulvis es» (la flor del heno). Oh dulces dunas, oh suaves olas. Pues yo me ato al salvavidas y me zabullo a mi sabor. No me cansaría nunca: de cabeza, ¡qué chapuzones, qué gorgoritos de agua!; y con la cola, ¡qué tijeretazos! Una vez estuve a tres voces de una muerte trivial porque un inglés me confundió con un delfín y quería soltarme el arpón. (Luego nos dijo que era coleccionista). Bien, ¿qué te iba diciendo? Ah, sí: de pronto le cogen a uno los torbellinos y la espantosa sed, y se deriva como loco (y como ahora) arriba, abajo, sin dejar islilla en fruto ni recodo en flor que no se investigue. Las planicies están ambaradas, se arma el petifoque, y —ríssss…— da gloria patinar porque eso refresca mucho. Vuelta a la izquierda, y se abren siberias heladas. Vuelta a la derecha, y surgen congos exuberantes. Oh, qué placer. Déjame que apure hasta la venilla más sigilosa, déjame aquilatar hasta el plano menos fácil, porque siento una sed horrible que sólo se saciará en tu Siloé sagrado. ¡Ummm! ¡Ummm! ¡Oh mi Cafard! ¡Oh mi Cafarnaummm! Naturalmente:

el cuarto en el ombligo.

Y luego, ya sin pauta, con el cuadrante solar neurasténico, yo buzo en agualuna de los últimos salones Luis XV donde tú, opilada, languideces. Van los tropeles de exploradores hacia el polo sur, ya lentos, ya impetuosos. Rasgando sedalinas, orillando precipicios, chafando misterios, todos buscamos al señor entre la niebla. Yo también. Busco, y ¿qué encuentro? Céspedes tupidos, valles a la menta, selvas vírgenes, para mí, bosquimano. Todo para mí. Monte de Venus, Sinaí sublunar (sub-lunar), ¡mi salvation army! Repliegues y anfractuosidades, Arabia feliz llena de gomas odoríferas, de goma arábiga —claro—. Montículos y vericuetos, los dos más dulces Kilimandjaros que van a morir al occidente florido, a tu pozo, a tu tesoro occidental: a tu ojo, a tu tesoro, porque allí tu ojo donde tu tesoro. Todas estas delicias a 65. ¡Todas para mí! Protuberancias, pedículos, vegetaciones, labios, sinuosidades, piélagos, mares del oro, ríos de la plata, islas de la especiería, archipiélagos del archipámpano, y, en el centro, tu Mister So-and-so, tu gatito de Angora, tu conejito de las Indias, tu típití —¡el tontaina!—, tu don Tururú, tu don Cucufatín todo encogidito por temor al relente. ¡Au, opla, pfu! ¡Au! Porque mira: al guagua como menea la colí… la colí… ¡Hip, hip, hip!: ¡Hurra!

Y el quinto en el

***

Pim, pam, pum. Tres tiros si no me engaño. (Pausa). No me engaño. Creo que había puesto mi razón por esta silla. En último caso, yo soy un náufrago en virginis virgo: que no se culpe a nadie de mi muerte.

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